Hace algunos días, volvía del
trabajo, y con un poco de suerte, había encontrado un asiento libre en el vagón
que me tocó en suerte.
Cuando se cerraban las puertas en
Rocafort, una chica joven entró apurada, quedando casi fuera.
Se vio que, por unos segundos,
respiraba profundamente para recuperar el aliento mientras rebuscaba en su gran
bolso.
Del mismo extrajo un libro, que
no tardé en identificar como una Biblia. Eso hizo que me fijara más en ella, y
pude advertir que inequívocamente su origen era sudamericano. Tampoco es algo
extraño. Es habitual ver sudamericanos, sobre todo ellas, leyendo la Palabra de
Dios. Eso me hizo avergonzarme un poco, pues cuando leo en el transporte púbico
jamás lo hago con la Biblia que siempre paseo en mi maletín.
No podía escuchar sus palabras,
pero sí pude ver que absolutamente nadie le miraba a la cara. Hubiera sido
igual que el mensaje fuera el de un vendedor, el de un mendigo o alguien cantando.
Indiferencia absoluta.
Ello me hizo pensar que siendo
creyente, asistiendo a la iglesia la mayoría de los domingos, reuniéndome con
el grupo de jóvenes, y ayudando eventualmente en la Escuela Dominical, jamás se
me hubiera ocurrido (ni atrevido) a hacer lo que hacía esta joven. En cierta
forma, en el grupo de jóvenes y en la Escuela, el “auditorio” ya estaba
predispuesto. Aquí, ese “auditorio” era totalmente indiferente cuando no
hostil. Me preguntaba si tal osadía podía traer algún fruto o si, incluso,
podía se contraproducente para la difusión del Evangelio.
Y esa hostilidad pronto se
manifestó, cuando una señora increpó a la muchacha. Le dijo que le estaba
molestando en su lectura, pronto se añadió una joven, diciendo que tenía que
respetar las opiniones de los demás y no imponer sus creencias. Otro señor dijo
algo que no llegué a entender, pero que tampoco parecía muy favorable.
La chica se veía indefensa, pues
nadie salía en su ayuda. Intentó un contraataque, manifestando a los que se
exponían los que rechazaban la Palabra de Dios, y las recompensas que esperaban
a los que la aceptaban de corazón.
Pero aquello era imposible. Era ella
contra casi una decena contra ella. No le quedó más remedio que callarse y solo
le falto sacudirse el polvo de sus pies como en Mateo 10:14. Mientras, yo me
sentía como si me hubiera lavado las manos como en Mateo 27:24.