“Un cristiano es libre, dueño y señor de todas las cosas y no está sometido a nadie. Un cristiano es un esclavo sujeto a prestación personal en todas las cosas y está sometido a todos” Martín Lutero. 1520

jueves, 30 de octubre de 2008

Sermón.

Texto:
Mateo 15:21-28. Saliendo Jesús de allí, se fue a la región de Tiro y Sidón. Y he aquí una mujer cananea que ha­bía salido de aquella región clamaba, diciéndole: ¡Se­ñor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio. Pero Jesús no le respondió palabra. Entonces acercándose sus dis­cípulos, le rogaron, diciendo: Despídela, pues da voces tras nosotros. Él respondiendo, dijo: No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Enton­ces ella vino y se postró ante él, diciendo: ¡Señor, socó­rreme! Respondiendo él, dijo: No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos. Y ella dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces respondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieras. Y su hija fue sanada desde aquella hora.

¡Queridos hermanos!

Estamos ante un pasaje donde se nos relata como Cristo sana a la hija de una mujer que le ha rogado por su sanidad. En un principio podríamos ser tentados a considerar que lo que Jesús está premiando es el esfuerzo de la mujer. Al fin y al cabo no es Él que ha buscado a la madre sino que ella se ha dirigido a Él, le ha pedido y cuando su petición es desestimada, ella insiste hasta conseguir su propósito.

Pero no es esa la conclusión que deberíamos obtener. Más bien deberíamos tener en cuenta como esta mujer se aferra a la promesa de Cristo con todas sus fuerzas. Todo está en su contra, primero su condición de mujer, si hoy en día es algo que ya supone cierta discriminación, en aquella sociedad era un baldón que hasta le dificultaría el acercarse a Jesús. Pero más aún suponía un handicap su condición de extranjera, y no una extranjera cualquiera sino cananea, procedía por tanto del pueblo al que Israel había desplazado desde tiempos antiguos.

En el Antiguo Testamento podemos encontrar múltiples pasajes donde se condena al pueblo extraño, se ordena la guerra sin piedad y el exterminio total, pero también podemos encontrar otros versículos donde se regula como se debía comportar el pueblo de Israel con el extranjero que vivía entre ellos, equiparándolos en el trato a viudas y pobres. Es de supones que los extranjeros ricos no tendrían muchos problemas de convivencia, tal y como sucede hoy.

Pero estas consideraciones no nos deben desviar del mensaje que Mateo nos quiere trasmitir, y éste es recalcar cómo la mujer siro-fenicia ve complacido su deseo en virtud de su fuerte fe. Una fe que a diferencia de otros ejemplos de los Evangelios se ve sometida a duras pruebas.

Primeramente vemos que a diferencia de aquella mujer que se va sanada con sólo tocar el manto de Jesús, ésta se ve inicialmente rechazada por Cristo. Su fe es probada cuando Cristo la reprocha el pedir algo que está reservado al pueblo de Israel. Alguien con una fe débil y dubitativa se hubiera venido abajo. Posiblemente no hubiera renunciado a la salud de su hija, pero hubiera buscado otras vías. Ella no renuncia tan fácilmente y no tiene reparo alguno en humillarse en compararse con los perros. Hay que tener en cuenta que aquella sociedad los perros estaban mucho más infravalorados que en la actualidad, con lo que la frase pronunciada, se supone que ante un amplio auditorio, la rebajaba más aún. Esta mujer, de la que desconocemos el nombre pero que bien podría ser denominada como una madre coraje, no se da por vencida y reclama la sanación de su hija, no por justicia sino porque sabe que Cristo lo ha prometido y lo está cumpliendo. No la arredra que su ruego no sea rápidamente concedido y persiste con insistencia. Esto nos recuerda a la viuda que reclamaba justicia del juez injusto y que por tanto insistir finalmente consigue su propósito. Muchos nos conformamos con oraciones rutinarias, tan rutinarias que hasta las hacemos con un horario prefijado y con un vocabulario que parece establecido para esa tarea. Me pregunto que sucedería si cuando conversáramos con nuestros cónyuges, familiares, amigos, compañeros de trabajo siempre lo hiciéramos hablando de dos o tres temas, repitiendo una y otra vez las mismas frases y siempre en un momento determinado del día. Nuestro interlocutor pensaría que quien se dirige a él es alguien aburrido, que lleva la conversación por inercia y como una obligación. Estoy absolutamente seguro que esas no serían las características de nuestras frases si el motivo fuera pedir un aumento de sueldo a nuestro jefe. En ese caso trataríamos de buscar las frases mejor entonadas, más originales y persuasivas que pudiéramos encontrar. Y por supuesto buscaríamos el momento más adecuado para nuestro jefe y no el nuestro.

Y el caso es que con Dios el “aumento de sueldo” está garantizado en ese convenio colectivo para toda la humanidad que es la Biblia. Pero nos falta la convicción en la fuerza obligatoria que tiene ese contrato para el Señor. El no se puede echar atrás jamás en lo que nos ofrece, y aún así dudamos. Aprendamos por tanto de aquella mujer.

Aprendamos también de este pasaje acerca de la universalidad del mensaje salvador de Cristo.

Es cierto que la finalidad primera de los milagros que realiza Jesús es servir como señales.

Evidentemente Jesucristo no sanó a todos los enfermos que había en Palestina. Podemos imaginar el gozo de esa madre cuando comprobara que realmente su hija había sanado, pero podemos imaginar que esa señal tuvo un efecto imborrable en su vida, y ella, a pesar de ser pagana y estar fuera del pueblo de Israel, quedaría ligada para siempre a Cristo, y es probable que se convirtiera desde ese momento en una de las mujeres que seguían al Maestro por toda Israel. Ella había creído con una fe a prueba de bombas, Cristo le había concedido lo que ella pedía, y ahora, agradecida, le había dejado entrar en su corazón y ser llevada por Él.

Algo así debe suceder con nosotros. A la mayoría no se nos pide que abandonemos nuestra vida, familia y posesiones para ir tras el maestro. Entre otras cosas porque es Él el que viene a nosotros. Simplemente se nos pide que le dejemos entrar en nuestros corazones, en nuestras relaciones con nuestra pareja, hijos, familiares, amigos, etc., etc. No se trata de que cuando coincidimos en el ascensor con un vecino saquemos la Biblia del bolsillo y comencemos a predicarle. Seguramente acabaría pulsando el botón de emergencias. Pero se puede empezar por pasar del convencional saludo y comentario sobre el tiempo a iniciar una breve conversación variada sobre cualquier tema, que ese saludo convencional se acompañe de una sonrisa y hasta de hacer el esfuerzo de aprender cuál es su nombre y la próxima vez dirigirnos a él usándolo.

Haciendo algo parecido en nuestros trabajos, relaciones, conversaciones, etc. vamos introduciendo poco a poco a Cristo en nosotros y en los demás. Se trata de llevar a Cristo con la fe, una sonrisa y denuedo y no con gritos y caras ceñudas.

Y no caigamos en la tentación de eludir el compromiso porque pensemos que tal persona no tiene la edad similar a la nuestra, porque creamos que su cultura no es la nuestra y por tanto va a ser difícil el entendimiento, porque qué dirán los demás cuando nos vean hablando con ella, porque simplemente nos da vergüenza.

Así que cuando salgamos de aquí no dejemos que la rutina y los tropiezos del día a día nos vayan disipando los propósitos con los que espero que salgamos de aquí. Si ese vecino del que hablaba responde a nuestro saludo con una especie de gruñido que eso no nos lleve a devolverle la descortesía con otro de mayor volumen. Los evangelios nos recuerdan que el llevar Cristo a los demás no es como un paseo militar. Ya quisieran tantos misioneros mártires como ha habido y hay por todo el mundo que la única respuesta a sus esfuerzos fueran gruñidos o desplantes. A la descortesía respondamos con otra sonrisa y a seguir en ello. Amén.

lunes, 20 de octubre de 2008

Pasando por taquilla.


Es increíble comprobar día a día como tenemos todos al “viejo hombre” agazapado dentro de nosotros.

Ayer mismo, al salir de trabajar y prácticamente ya en el andén del metro, me di cuenta que por error había llevado conmigo la llave de mi puesto de trabajo. Llave que siempre debe permanecer allí para los sucesivos turnos. Ello me obligó a volver a salir y depositar la llave donde debía.

En esos momentos estaba bastante enojado, en parte por la pérdida de tiempo y más aún porque debía volver a pagar el billete. En esos momentos hasta tuve la tentación de saltar el torno. Me sentía justificado poraue, total, ya había pagado por ese viaje y si alguien me requería mi título de transporte lo podría exhibir sin problema. Y es que si hay algo que se le da sumamente bien al ser humano es buscar justificaciones para sus acciones: Ya había pagado, no había perjudicados, por la noche nadie iba a ser testigo, etc, etc...

Pero según devolvía la llave díscola a su lugar me di cuenta de que el enfado que estaba soportando era un poco exagerado teniendo en cuenta el importe perdido (0,70€), que todo aquello era provocado por un despiste mío, que tal vez me enfurecía más el no poder echarle la culpa a nadie, que hubiera sido mucho peor si me hubiera dado cuenta de mi error al llegar a casa o simplemente no apercibirme de ello.

Así que decidí tranquilizarme, o al menos intentarlo. Agradecí interiormente a Dios el haberme permitido ser capaz de darme cuenta de que por el dinero que no da ni para tomarse una cerveza me había afligido cuando me gastaba importes mucho mayores en auténticas nimiedades. Perdí perdón por ello y decidí aumentar en 0,70€ el importe de la ofrenda del próximo domingo. Lo siento por el pastor, que tendrá que utilizar los incómodos decimales al hacer las cuentas.

viernes, 10 de octubre de 2008

¡Ese prójimo!


Hace pocos días veía con suma atención un partido de fútbol en la televisión, cuando se produjo una falta. Un defensa había barrido literalmente a un contrario y éste se retorcía con evidentes muestras de dolor. El infractor se levantó lentamente rápidamente y ante la sorpresa del público, y por supuesto la mía, en vez de ayudar al contrario abatido, juntó las palmas de sus manos en gesto rogatorio y dirigió la mirada más arrepentida que uno se pueda imaginar…¡al árbitro!

Evidentemente tal gesto no le libro de la justa tarjeta amarilla y tras la recuperación del jugador lesionado el partido prosiguió.

Ello me llevó a pensar que aunque en ese momento muchos nos sentimos indignados (algunos más que otros porque el lesionado era de nuestro equipo) todos a menudo realizamos la misma artimaña. Con más o menos temeridad ofendemos a nuestro prójimo, y cuando algo en nuestro interior nos dice que lo único que puede definir lo que hemos hecho o dejado de hacer es la palabra pecado, entonces nuestra mirada no se dirige al objetivo de nuestra acción. Dirigimos nuestra mirada lacrimosa hacia Dios, pero no con tristeza por el amor traicionado, sino con temor del castigo. En esos momentos sentimos el pesar del infractor que se sabe descubierto, que no tiene donde esconderse como Adán en el Edén, y que a falta de excusas no se le ocurre más que rendirse resignado al castigo.

Con esto no quiero decir que nos pasemos al otro extremo. Cuando pecamos contra nuestro prójimo también estamos pecando contra Dios, pero igual que al que roba se le exige que devuelva lo hurtado, en el pecado se nos pide que pidamos perdón sincero al principal ofendido, Dios, y reposición a la situación anterior con quien se ha producido el pecado: ese prójimo que tenemos al lado: cónyuge, hijos, familiares, vecinos, compañeros, o simplemente peatones o el conductor del coche que nos precede. A todos ellos debemos dirigir nuestra mirada arrepentida aparte de a Dios.